Democracia de alta intensidad y participación
El reconocido teórico marxista David Harvey explica el modelo neoliberal en los siguientes términos: “una teoría de prácticas políticas económicas que proponen que el bienestar humano puede ser logrado mejor mediante la maximización de las libertades empresariales dentro de un marco institucional caracterizado por derechos de propiedad privada, libertad individual, mercados sin trabas, y libre comercio. El papel del Estado es crear y preservar un marco institucional apropiado para tales prácticas”. Esta referencia, si bien extensa, es relevante pues se ajusta a la situación institucional, social y económica hegemónica en Chile durante las últimas décadas.
Una mirada panorámica del país permite observar el efecto de la mercantilización de las prestaciones sociales, fenómeno que coincide con el proceso de precarización de las y los trabajadores, el cual Guy Standing denomina “recomodificación”. Con ello hace referencia a la disminución de los beneficios sociales y el rol del Estado, lo que ha significado limitaciones para las posibilidades de negociaciones colectivas y la desregularización y flexibilización del mercado laboral. En definitiva, lo que Chile ha experimentado es un repliegue de las instituciones estatales, tanto en materia de derechos sociales, como de participación democrática. Una lógica que en la actualidad atraviesa una profunda crisis, cuyo surgimiento está vinculado al llamado “estallido” de octubre del 2019. Crisis que tuvo una respuesta institucional con un acuerdo político para realizar un plebiscito por una nueva constitución y la elección popular de las y los ciudadanos mandatados para su redacción.
La anhelada posibilidad de elaborar una Constitución que reemplace a la establecida durante la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet en la década de 1980, tiene características inéditas y muy importantes, como la paridad de género y la existencia de escaños reservados para representantes de los pueblos originarios. Con ello, desde su diseño hasta sus primeros pasos, la diversidad y la participación de todos y todas ha sido un elemento clave. Esto no es menor, pues la situación institucional chilena está fuertemente marcada por la reducción de la participación. Así, se estableció un modelo de democracia “protegida” o “de baja intensidad”, que caracteriza a la Constitución de 1980 y las instituciones que la han sostenido mediante la restricción de la participación, reduciendo esta instancia a procesos electorales para la definición de representantes, sin considerar mecanismos permanentes de participación directa, como referéndums o iniciativa popular de ley.
Desde mi perspectiva, la movilización que inició el actual proceso constituyente reconoce este modelo de baja intensidad como uno de los factores que incide en la desigualdad material. Por ello, sus demandas apuntan tanto a la redistribución de la riqueza como a la profundización de la participación política. Por lo tanto, es plausible sostener que para responder a estas exigencias se requiere, junto con medidas de alcance social que reviertan los efectos de la “recomodificación”, proponer reformas al sistema político que aumenten la intensidad de la participación democrática.
En el sistema institucional chileno vigente, la legislación reconoce al menos cinco formas de participación ciudadana, recogidas en la Ley N° 20.500 sobre asociaciones y participación ciudadana en la gestión pública, en el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA), en la fiscalización ciudadana mediante la acción de la Contraloría General de la República, en los mecanismos de participación y fiscalización a nivel municipal, y en un sistema limitado de plebiscitos y consulta ciudadana. Sin embargo, si comparamos las atribuciones de los órganos representativos con las instancias de participación directa, verificamos que las definiciones más relevantes están en manos de órganos compuestos por representantes electos, mientras que las herramientas de incidencia ciudadana se encuentran limitadas a funciones principalmente consultivas y ocasionales. En otras palabras, estos mecanismos son insuficientes para equilibrar el sistema democrático de “baja intensidad”, lo que podría explicarse por el rol secundario de las instancias de participación directa y su relación con las instituciones representativas.
Con esto en mente, no es extraño que hoy la Convención Constitucional esté exigida a incorporar nuevos mecanismos de participación social como respuesta a la experiencia de los sucesivos intentos de reforma constitucional de las últimas décadas y a la influencia que el mecanismo de producción institucional pueda tener en las instituciones que produce. Precisamente por esto, un proceso participativo debiera tender a producir una institucionalidad más participativa y permeable a la voluntad de la mayoría.
Las experiencias de reforma a la constitución vigente realizadas el 2005 y 2016 muestran que el éxito de una reforma institucional de esta magnitud depende, entre otras cosas, de la profundidad e importancia de los procesos participativos, por ejemplo, si estos son o no vinculantes. De ahí que en torno a la actual Convención Constitucional se estén discutiendo propuestas para incorporar la participación de la población, considerando instancias que han sido utilizadas en procesos internacionales semejantes, como establecer una “Oficina de Participación Social”, sesiones regionales del pleno o replicar las semanas distritales de la Cámara de Diputadas y Diputados, en las cuales las y los convencionales lleven a cabo rendiciones públicas y reciban iniciativas de la ciudadanía para su discusión. Más aún, es relevante proponer mecanismos permanentes de incidencia democrática directa en el futuro ordenamiento, los cuales respondan a las demandas que dieron inicio al cambio de la Constitución. Es decir, incorporar la participación no es un objetivo que se agota en la producción del texto constitucional, sino que esta instancia es el comienzo para concordar mecanismos que profundicen la democracia.
El desafío no es menor, asimismo su relevancia. Soslayar la necesidad de establecer mecanismos democráticos de mayor intensidad en el nuevo sistema jurídico implica desperdiciar la oportunidad de abordar la pregunta sobre cómo evitar ser gobernados por las élites o los algoritmos que amenazan nuestra soberanía. Llegados a este punto, es clara la necesidad de contar con una infraestructura pública que haga viable la participación permanente de las mayorías, no solo mediante un aumento en el número de instancias de votación, sino también incrementar espacios continuos de debate y deliberación, de modo que las y los ciudadanos estén involucrados en la producción de alternativas normativas y políticas públicas. Llegados a este punto de la reflexión, también, es evidente la importancia de aprovechar la ventana de oportunidad abierta por el proceso social y la reforma institucional para construir un modelo político capaz de redistribuir el poder y la riqueza. Todo esto para vivir vidas dignas y soberanas.
Javier Velasco
Abogado de la Universidad de Chile, Máster en Derecho de la Universidad de California-Berkeley. Actualmente es Asesor Legislativo del diputado Gonzalo Winter. Antes, Visiting Scholar en el Global Legal Studies Center de la Facultad de Derecho de la Universidad de Wisconsin-Madison.